miércoles, 18 de junio de 2014

Mijail Botwinik, una vida de blancas y negras suertes

Mijail Botwinik, 
una vida de blancas y negras suertes.

Max Euwe derrotó a Alekine, pero este había asegurado revancha en contrato previo. Era una época en que el título de campeón era propiedad privada. El mismo Capa, antes de enfrentar a Alekine, había guardado esa carta, pero éste jamás accedió a concederla. Euwe era un caballero y jamás se rebajaría a negarla. Alekine recuperó su corona y con ella murió, según vimos. Por entonces Rusia se volvía bolchevique. En todo el orbe se instauraban regímenes de terror en los cuales los opositores eran deportados o aislados y boicoteados.

En esos opacos días destelló Mijail Botwinik, joven genio que, a los dos años de haber aprendido las reglas de juego, derrotó al campeón del mundo en una simultánea. Mijail era de origen acomodado, estudió electrotécnica y el ajedrez fue una obsesión. Ascendió tan rápido que, cuando su estado le dejó salir al mundo, pudo vencer a los mejores. Flohr, Lilhiental, Capablanca, pronto debieron tratarlo como igual, cuando no desde atrás en la tabla de posiciones de cada torneo.

Botwinik nos enseñó el poder de la voluntad. Se planteó ser el mejor. Nada lo detuvo. La segunda guerra favoreció sus planes. No fue trasladado al frente; el futuro campeón trabajaba de día y estudiaba de noche, mientras el resto de maestros padecía, alejados de los trebejos. Cuando llegó la paz y con ella los torneos, Botwinik estaba preparado. Arrasó con sus rivales. No sin dejar de boicotear a los más peligrosos, tal su veto a nuestro Miguel Najdorf, prodigio polaco que luego vivió y murió en Buenos Aires.

Con Botwinik campeón se instaura el rigor lógico, nada debe quedar librado al azar, todo es preconcebido y analizado hasta el hartazgo, el ajedrez debe ser un planteo racional, cuyos caminos serán señalados por preceptos fríos y pesados como témpanos. El nuevo campeón odia los finales artísticos, niega las partidas rápidas, aborrece de todo lo que no sea una partida de más de 20 jugadas, 4 horas de reflexión mediante.

Botwinik manda, quien se opone a su voluntad es censurado, no participará de los clasificatorios, no viajará al exterior; el poder lo alza como bandera, y eso es todo. Me recuerda a ese papanatas que en los 80 dijo, ¡la historia ha muerto! Fukuyama morirá enterrado por ella, como todos.

Muy pronto tuvo Botwinik avisos del devenir, llamados de realidad fuera de su burbuja lógica. Bronstein, Talh, Smislov, le vencieron con holgura alguna vez; más el patriarca volvía de esas pequeñas muertes cada vez más vengativo: Bronstein, censurado; Talh, defenestrado porque amaba beber, fumar y jugar partidas rápidas hasta el amanecer. ¿Esos fueron pecados? ¿O acaso el haber vencido a la gran estrella soviética?

Nadie crea que esto solo ocurrió en Rusia, los EEUU obligaron a Lombardy a ceder su título al botarate Fisher, en el torneo llevaría ante Spasky. Mas no nos apresuremos y cerremos la nota.

Botwinik superó ampliamente a sus rivales sobre el tablero. Sus convicciones fueron las del hielo, dije, y por ello cayó cada vez que un fogoso lo acuciara. Cuando se retiró se dedicó a la enseñanza y la generación de programas ajedrecísticos; educó a tres campeones: Karpov, Kasparov, Kramnik. Fue autodidacta, monolítico y muy, muy grande. También gozó de los favores del poder. Pero es que toda partida se desarrolla sobre un ajedrezado de blancas y negras suertes. 

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