Escuela de villa, de barrio pobre. Salones
humildes en su mantenimiento, sin gas, ahora. Algún vidrio ausente, picaportes
nunca, luces a veces.
En un salón, al que invariable le
anudo las cortinas para que lo ilumine el sol –y que invariable vuelvo a
encontrar sombrío, corridas las cortinas, como si la docente fuera Drácula y menester
la oscuridad- doy ajedrez a niños y niñas de 9 años. Niños y niñas sin guardapolvo,
vestidos a su aire, a veces desaseados, a veces costras.
Estos niños
y niñas se apasionan con el ajedrez –y con astronomía- y esperan la hora con
ganas. Juegan entre ellos y ellas, y, a veces, los más osados, o los
desclasados en ese grupo de desclasados, juegan conmigo.
Jugamos partidas
en las que trato de no ganar rápido o incluso empatar, para que dure ese
momento de paz, de lucha, de sueños por ser mejor. Trato de que comprendan
algunos conceptos que damos por buenos: el desarrollo, el juego por el centro,
el ataque y la defensa, otros.
En este
cuarto doy clase en la última hora de la mañana, la que linda con el almuerzo. Estamos
dando la clase, estamos jugando y llega la asistente escolar, que dice: al
comedor, y los niños saltan de su sillita, se apiñan a la puerta, esperan que
los acompañe su docente a comer.
En esta
clase estaba el otro día. Jugaba con Pedro –o Lucas, es lo mismo, un nombre que
es un alma- y a cada movida mía él daba un respingo: estaba viviendo la partida
en cuerpo y alma, literal.
Llega la
asistente y dice: al comedor, y se va, ella.
La clase
deja todo, va a la puerta, espera a su docente para ir a comer.
Mi rival salta
de su silla pero no se va. Se queda al lado de su silla.
Mira el tablero. Me dice,
Profe, ¿usted se va? No, le digo, te espero acá.
Él mira la partida. Mira la posición
pero su cuerpo quiere irse. Quiere ir al comedor pero su alma sigue presa de la
estructura, de las piezas, de los lances… Me dice mientas mira las piecitas
sueltas sobre las casillas pobres: Profe, voy a comer, usted piense su estrategia…
vuelvo enseguida… y corre, hermoso, amable, brillante, a su vida.
Me quedo
mirando, lo veo desaparecer en un recodo del edificio. Me veo mirando, en ese
mundo áulico. Me sé rico.
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