viernes, 23 de febrero de 2018

Cuento con los Padres


Cuento con los Padres



Entré al cuarto Güemes contento como siempre pues muy pocas personas en el mundo reciben su paga por hacer aquello que aman. El grupo me recibió a los gritos, casi, con exclamaciones de alegría y liberación contenida pues ajedrez es por lejos una de las materias que más les entusiasma. Saludé con abrazos y choques de manos y me dispuse frente al pizarrón. El tema del día era por cierto un plomazo: las columnas, filas y diagonales que pueden identificarse sobre un tablero al ordenar sus casillas en rectas imaginarias… Mi clase sobre tal tópico se llama: Los Caminos del Tablero, en reminiscencia a Los Caminos de la Vida, la canción de Omar Geles que popularizara Vicentico.

La exégesis que se propone del tablero de ajedrez en los colegios, con el verso de que enseñamos geometría, es, a mi juicio, una zoncera.

Un alumno de cuarto no tiene capacidad de abstracción suficiente como para ver todo eso que allí se “oculta”. El niño a los nueve años “ve” un tablero, cuadrado, cuadriculado en el mejor de los casos, y sobre el tablero “ve” unos muñequitos que pueden moverse, atacarse, capturarse y pasar a ser prisioneros que va a ubicar justamente encima del mismo, en el borde, como cayéndose al vacío de la mesa cuando los coma, porque no concibe que, de golpe y sopetón, aquellos ya no formen parte del juego, ni del avalúo de la situación. Y todo esto, como dije, solo para algunos, los chicos favorecidos por su entorno particular, como bien dice Tonucci, que la escuela no sirve a los desclasados. Pero mejor dejemos estos detalles sobre la pedagogía del juego, o el sentido de la educación actual, que bien le vale un cuento aparte, y concentrémonos en la anécdota.

Tenía que mostrar las diversas rectas que esconde el ajedrezado: la columna, la fila, la diagonal, y partí por uno de los tantos caminos posibles. Mostré primero las columnas, las verticales imaginarias que corren de bando a bando y que se nombran con las primeras ocho letras del alfabeto; mostré, luego, las filas u horizontales que se nombran con los sendos primeros dígitos; Expliqué que unas y otras comparten el número* de casillas y pasé luego, con regocijo, a las curiosas diagonales.

Las diagonales me cambian la cara. Cuando me dirijo a ellas ya sonrío. Abandono el tedio de lo formal, de lo normal, de lo ortogonal, si se me permite el exabrupto. Las diagonales tienen lo suyo. De hecho, al alfil, en Francia, se le dice Fou: el loco. ¿Por qué? Porque el tipo no anda derecho. El alfil camina a destajo, el común andar le pasa de lado, se mofa de ello: él, camina torcido. El alfil tiene mucho de héroe, de flaco de pelo largo en tiempos de derechas. Los alfiles me caen bien.

Las diagonales desestructuran al hombre porque la mayoría de los mortales estima que lo natural es avanzar derecho o desplazarse en línea; los ataques en diagonal son tremendos y suelen pasar desapercibidos… hasta que nos zampan una pieza o nos dan el temible Mate Pastor. No en vano los campeones que mejor utilizaron los alfiles han sido Kasparov y Alekine, gigantes completos cuyas mentes fueron maleables como ninguna otra de sus respectivas épocas, capaces de adaptarse a los cambios y las sorpresas, a las dificultades que surgían a cada paso de sus luchas descarnadas.


Para mostrar uno, al menos, de los atributos de estas lindas diagonales, hice para los pibes el truco siguiente -que en sí es nada, como todo truco, pero que, bien narrado, cautivó:

Dibujé un tablero en el pizarrón y luego marqué las diagonales en sentido ascendente de derecha a izquierda. Acto seguido comencé a contar –y conmigo todos- cuántas casillas formaba cada diagonal señalada:

Diagonal a8 = 1 casilla; a7-b8 = 2 casillas; a6-c8 =3; a5-d8 =4; a4-e8 = 5; a3-f8 = 6; a2-g8 = 7; a1-h8 = 8; y que sigue con las diagonales: b1-h7 = 7; c1-h6 = 6; d1-h5 = 5; e1-h4 = 4; f1-h3 = 3; g1-h2 = 2; h1   = 1.

Emparejé luego los cardinales y los sumamos entre sí, con respeto a su “sube y baja”, propio de la verdadera función que constituyen:

1+2+3+4+5+6+7+8+7+6+5+4+3+2+1…. Total… ¡64!

Por supuesto, ningún adulto esperaría que no fuera tal el resultado, porque el conteo de sesenta y cuatro casillas siempre da sesenta y cuatro; como dijo Borges: ¡que por ello existen los cálculos! Pero una cosa es que esta suma la haga un adulto, quien por experiencia sabe sobre la propiedad distributiva, por ejemplo, y muy otra es ofrecer esta adición a los pobres párvulos, quienes apenas saben las tablas.

Los enanos quedaron estupefactos. Sumar los cardinales de las diagonales daba el mismo resultado que sumar el contenido de las columnas o las filas (je, je, je). Reían los pibes y pibas mientras copiaban aún las cifras, y las emparejaban entre sí para constatar el milagro, cuando les dije:

¡Bribones, acá tienen un truco de magia matemática para mostrar en casa!

Uf, cómo se entusiasmaron. Este es el secreto de la docencia. Docente es todo aquél que, apenas ha sentido la alegría de descubrir algo, ya siente el azuce, la picazón de contarlo, compartirlo. Los chicos son maestros por antonomasia.

Se entusiasmaron los alumnos con la perspectiva de contar su tesoro de números a los familiares en casa, y aún dije:

Bien, esta tarde, cuando lleguen a casa, digan a viva voz:

Ey, escuchen, hoy aprendí la magia que se oculta en los números…

Pero, añadí, antes de explicarse, estén seguros de que papá o mamá los escuchan, porque de seguro estarán ellos con la mirada gacha, hundidos en sus celulares, sin prestarles atención…

Sí, eso, dijo uno de los pibes,

y otro, es cierto, mi vieja nunca me escucha…

y otra, mi mamá se la pasa con el celular…

Tanta fue la congoja -y tan generalizada- que propuse entonces la solución al problema: no solo debían reclamar la atención –cosa que tal vez hacen a diario- sino que debían robarla. Para ello les recomendé -con propio ejemplo- que se parasen en medio de la sala y que, acompañándose de ademanes exagerados, virtualmente gritaran al silabear la frase:

¡HOY-A-PREN-DÍ-LA-MA-GIA-QUE-ES-COND-DEN-LAS-MA-TE-MA-TI-CAS!

La palabra matemáticas debía sí o sí ir acompañada de profusos ademanes y contorsiones del cuerpo, a modo de énfasis desquiciado.

Los gurises se desternillaron de risa –por usar un término que es caro a mis lecturas de infancia- y no podían creer la propuesta, de modo que, para asegurarme que todo tuviera éxito, les pedí que practicaran ahora mismo la maniobra. Pasó uno al frente e hizo su pantomima, pero no gritó lo suficiente, de modo que lo animé a que entregara más de sí, en la tarea heroica. Cumplió al cabo; se sentó y pasó otro; así tuvimos cabal idea del modo y el resultado de la maniobra.

Tocó mi clase y me fui aclamado.
Pasó una semana y volví a ese cuarto.
Ya desde afuera me hice una idea… los chicos hacían señas como el penado catorce, según se dice.

Entré y aún la docente de grado no había corrido a su hora libre, de modo que fue testigo de las primeras confesiones: Todos habían montado la escena. Todos y todas habían gritado su mensaje, su sorpresa, su alegría ante el truco de sumar los cardinales oblicuos.
Y…? pregunté.
Y, dijeron casi a coro, se nos quedaron mirando con la boca abierta…
¿Y luego? dije.
Y luego nos preguntaron si estábamos locos y locas, dijeron.


Esta es la vida que estamos construyendo: un infierno de soledades, de gentes que solo pican megusta y pasan a otra cosa, zombies digitalizados que en cada reunión están solos, en realidad, chateando con otros solos y solas frente a sus pantallas, cada vez más caras. Los niños reclaman nuestra atención. Jamás entro con el celular a la clase; siempre les pregunto ¿cómo te ha ido? ¿Qué has hecho este finde? Y saben qué, los chicos me cuentan, se pasan minutos contando lo poco que han hecho, y noto a gritos su angustia, la angustia de ser siempre algo accesorio, una imagen más, una selfie menor que gatea fuera de la pantalla de atención de sus padres.

Fin.






*Su cardinal #, aunque la teoría de conjuntos haya sido abandonada por nuestra escuela.

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