La Torre comilona.
Hay partidas en que una pieza determinada
parece tener una fuerza sobrenatural por sobre las demás. Nunca olvidaré la
acción de una torre blanca en una partida de club que jugué hace muchos años,
cuando destinaba mis tardes a la práctica de este juego mágico que nos obsesiona.
Estábamos reunidos los aficionados
de siempre alrededor de la mesa y habíamos hecho el pedido para acompañarnos
con una merienda mientras despuntábamos el vicio.
Jugábamos al “ganador queda” y
nos íbamos turnando al tablero según las mañas y las suertes de cada uno.
Cuando el mozo trajo los cafés y
las medialunas que dejó a mi derecha -un poco lejos pues de este lado teníamos
el reloj-, había ganado dos partidas y por eso jugaba con negras.
Golosos, nos acercamos las tazas
y los platitos con facturas a modo de poder ir metiéndole mano sin distraer la
atención de las amenazas imaginadas, que flotaban en el aire como embrujos reales.
Sabido es que el que juega
ajedrez rápido se apasiona sobre los lances de cada encuentro y hasta pierde
conciencia de lo que ocurre a su alrededor.
En esta partida que no olvidaré
nunca, la torre dama de mi rival me estaba volviendo loco. Le había permitido
entrar en “séptima” a cambio de un ataque sobre el enroque corto y la muy desgraciada
me estaba comiendo todo.
Primero fueron dos peones.
Después me comió un alfil, y aún
quería seguir engullendo.
Mis trebejos parecían de azúcar
ante el hambre desaforado de esa pieza color café con leche. Tuve que
concentrarme sobre ella y casi rogué a Caissa que mi compañero cayera en una
celada que tendí para poder capturarla.
Cuando al fin la tomé y la fui a
sacar del tablero, hasta me pareció más pesada que una torre común y corriente,
tanta era la impresión que me había causado su voracidad.
La dejé al lado de las medialunas
con el regocijo interno que nos dan ciertas venganzas y, como si tuviera vida y
pudiera escucharme, le dije:
Torre insaciable, andate a comer
afuera, a ver qué encontrás…
Los muchachos se rieron de mi
ocurrencia y ponderaron lo que me había costado ya esa pieza.
Continuó la partida y libre de
mis temores aún pude ganar al fin. Entre las risas y las cargadas propias de
cada victoria, mientras acomodaba mis piezas para una próxima pelea, quise
terminarme las facturas que creí que quedaban…
Cual no fue mi sorpresa al ver
que, al lado de la torre comilona, ¡el platito de las medialunas estaba vacío!
Sergio Galarza
Docente de ajedrez
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