Saissa
y las figuras de marfil
Supongo que me conocen, fui campeón de Ajedréz. Gané
mi título contra uno de los jugadores más fuertes de la comarca. Una tarde
soleada jugamos rodeados de libros. A mí me acompañaban viejos amantes del
vino; a él, una joven de ébano que embriagaba. En la hora del destino, esa
mujer fue decisiva. Nuestra partida era tablas pero el joven forzó sus pasos
para que la mujer lo viera en lo alto.
Triste sonreía cuando abandonó la lucha.
Triste sonreía cuando abandonó la lucha.
Desde entonces no hago sino viajar y jugar. Es la vida
de un campeón. No puedo negarme. Sé que los jóvenes quieren mi corona pero yo
los enfrento por el simple placer del disfrute, pues este juego ha sabido
hacerme feliz.
Hoy, el pelo blanco, escribo estas palabras para
lectores de El Observador; con afán de entusiasmarlos, lo hago. Quiero
contarles historias y algunas riquezas de este antiguo arte que acompaña a los
hombres hace milenios.
Sentado frente al tablero que fue de mi abuelo -que
será de mi nieto- recuerdo esa vieja leyenda, la que narra como y por quién fue
creado el juego de ajedréz:
Sucedió en la
India , cuando los reyes eran muchos y los elefantes, carros
de batalla.
Un viejo Monarca decidió ir a la guerra contra un
reino vecino. Su hijo dilecto marchó a la cabeza de los ejércitos. En la tremenda
matanza el General vio la oportunidad de caer por sorpresa sobre el castillo
enemigo. Atacó resuelto.
En la escaramuza, vence pero cae herido de muerte.
El Rey ha obtenido la victoria pero a costa de la
vida del hijo.
No encuentra consuelo y cae en un estado depresivo. Ya no ríe, no come y no gobierna. Sumido en la tristeza, el reino se derrumba. Los consejeros piden a toda la comarca por quién pueda devolverle al Rey la alegría perdida o las ganas de seguir vivo. Ofrecen riquezas.
No encuentra consuelo y cae en un estado depresivo. Ya no ríe, no come y no gobierna. Sumido en la tristeza, el reino se derrumba. Los consejeros piden a toda la comarca por quién pueda devolverle al Rey la alegría perdida o las ganas de seguir vivo. Ofrecen riquezas.
A Palacio se presentan mimos, actores, poetas, magos y
payasos. Todos muestran su arte pero el viejo Rey ni siquiera parpadea. Llora a
su hijo, el Gran General muerto en la batalla victoriosa.
Una mañana, llega a Palacio un hombre llamado Saissa. Trae una manta y una bolsa. La manta tiene cuadros de color blanco y cuadros de color negro. En la bolsa guarda unas figuras de marfil.
El viejo Rey lo mira hacer. Saissa extiende la manta
sobre la mesa y en el laberinto de colores, torpe pero confiado, da vida a unas
piezas que recuerdan dos ejércitos. Explica las reglas y muestra una batalla.
El Rey -por primera vez en Lunas- presta atención a algo; una luz brilla en el
fondo de sus negros ojos.
En determinado momento, Saissa, en medio de la lucha fingida, entrega al pequeño
general de hueso y gana la partida. El Rey sonríe no exento de pena. Ha
comprendido la metáfora. Tuvo que morir su hijo para que el reino viva.
Ah ¡qué precio maldito pidió la victoria!
El Rey ofrece a Saissa su pago generoso pero esta es
otra historia. Me quedo callado ahora. He dado vida a otra partida sobre el
tablero de mi abuelo que será de mi nieto.
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