Cuento con los Padres
Entré al
cuarto Güemes contento como siempre pues muy pocas personas en el mundo reciben
su paga por hacer aquello que aman. El grupo me recibió a los gritos, casi, con
exclamaciones de alegría y liberación contenida pues ajedrez es por lejos una
de las materias que más les entusiasma. Saludé con abrazos y choques de manos y
me dispuse frente al pizarrón. El tema del día era por cierto un plomazo: las
columnas, filas y diagonales que pueden identificarse sobre un tablero al ordenar
sus casillas en rectas imaginarias… Mi clase sobre tal tópico se llama: Los Caminos del Tablero, en
reminiscencia a Los Caminos de la Vida, la canción de Omar Geles que popularizara
Vicentico.
La exégesis
que se propone del tablero de ajedrez en los colegios, con el verso de que
enseñamos geometría, es, a mi juicio, una zoncera.
Un alumno de
cuarto no tiene capacidad de abstracción suficiente como para ver todo eso que allí se “oculta”. El
niño a los nueve años “ve” un tablero, cuadrado, cuadriculado en el mejor de
los casos, y sobre el tablero “ve” unos muñequitos que pueden moverse,
atacarse, capturarse y pasar a ser prisioneros que va a ubicar justamente encima
del mismo, en el borde, como cayéndose al vacío de la mesa cuando los coma,
porque no concibe que, de golpe y sopetón, aquellos ya no formen parte del
juego, ni del avalúo de la situación. Y todo esto, como dije, solo para algunos,
los chicos favorecidos por su entorno particular, como bien dice Tonucci, que
la escuela no sirve a los desclasados. Pero mejor dejemos estos detalles sobre
la pedagogía del juego, o el sentido de la educación actual, que bien le vale
un cuento aparte, y concentrémonos en la anécdota.
Tenía que
mostrar las diversas rectas que esconde el ajedrezado: la columna, la fila, la
diagonal, y partí por uno de los tantos caminos posibles. Mostré primero las
columnas, las verticales imaginarias que corren de bando a bando y que se
nombran con las primeras ocho letras del alfabeto; mostré, luego, las filas u
horizontales que se nombran con los sendos primeros dígitos; Expliqué que unas
y otras comparten el número* de casillas y pasé luego, con regocijo, a las
curiosas diagonales.
Las diagonales
me cambian la cara. Cuando me dirijo a ellas ya sonrío. Abandono el tedio de lo
formal, de lo normal, de lo ortogonal, si se me permite el exabrupto. Las
diagonales tienen lo suyo. De hecho, al alfil, en Francia, se le dice Fou: el
loco. ¿Por qué? Porque el tipo no anda derecho. El alfil camina a destajo, el
común andar le pasa de lado, se mofa de ello: él, camina torcido. El alfil
tiene mucho de héroe, de flaco de pelo largo en tiempos de derechas. Los
alfiles me caen bien.
Las diagonales
desestructuran al hombre porque la mayoría de los mortales estima que lo
natural es avanzar derecho o desplazarse en línea; los ataques en diagonal son
tremendos y suelen pasar desapercibidos… hasta que nos zampan una pieza o nos
dan el temible Mate Pastor. No en vano los campeones que mejor utilizaron los
alfiles han sido Kasparov y Alekine, gigantes completos cuyas mentes fueron
maleables como ninguna otra de sus respectivas épocas, capaces de adaptarse a
los cambios y las sorpresas, a las dificultades que surgían a cada paso de sus
luchas descarnadas.
Para mostrar
uno, al menos, de los atributos de estas lindas diagonales, hice para los pibes
el truco siguiente -que en sí es nada, como todo truco, pero que, bien narrado,
cautivó:
Dibujé un
tablero en el pizarrón y luego marqué las diagonales en sentido ascendente de
derecha a izquierda. Acto seguido comencé a contar –y conmigo todos- cuántas
casillas formaba cada diagonal señalada:
Diagonal a8 =
1 casilla; a7-b8 = 2 casillas; a6-c8 =3; a5-d8 =4; a4-e8 = 5; a3-f8 = 6; a2-g8
= 7; a1-h8 = 8; y que sigue con las diagonales: b1-h7 = 7; c1-h6 = 6; d1-h5 = 5;
e1-h4 = 4; f1-h3 = 3; g1-h2 = 2; h1 = 1.
Emparejé luego
los cardinales y los sumamos entre sí, con respeto a su “sube y baja”, propio
de la verdadera función que constituyen:
1+2+3+4+5+6+7+8+7+6+5+4+3+2+1…. Total… ¡64!
Por supuesto,
ningún adulto esperaría que no fuera tal el resultado, porque el conteo de sesenta
y cuatro casillas siempre da sesenta y cuatro; como dijo Borges: ¡que por ello existen los cálculos! Pero
una cosa es que esta suma la haga un adulto, quien por experiencia sabe sobre
la propiedad distributiva, por ejemplo, y muy otra es ofrecer esta adición a los
pobres párvulos, quienes apenas saben las tablas.
Los enanos
quedaron estupefactos. Sumar los cardinales de las diagonales daba el mismo
resultado que sumar el contenido de las columnas o las filas (je, je, je).
Reían los pibes y pibas mientras copiaban aún las cifras, y las emparejaban
entre sí para constatar el milagro, cuando les dije:
¡Bribones, acá tienen un truco de magia
matemática para mostrar en casa!
Uf, cómo se
entusiasmaron. Este es el secreto de la docencia. Docente es todo aquél que,
apenas ha sentido la alegría de descubrir algo, ya siente el azuce, la picazón
de contarlo, compartirlo. Los chicos son maestros por antonomasia.
Se
entusiasmaron los alumnos con la perspectiva de contar su tesoro de números a
los familiares en casa, y aún dije:
Bien, esta tarde, cuando lleguen a casa,
digan a viva voz:
Ey, escuchen, hoy aprendí la magia que se
oculta en los números…
Pero, añadí, antes de explicarse, estén seguros de que papá o mamá los escuchan,
porque de seguro estarán ellos con la mirada gacha, hundidos en sus celulares,
sin prestarles atención…
Sí, eso, dijo uno de los pibes,
y otro, es cierto, mi vieja nunca me escucha…
y otra, mi mamá se la pasa con el celular…
Tanta fue la
congoja -y tan generalizada- que propuse entonces la solución al problema: no
solo debían reclamar la atención –cosa que tal vez hacen a diario- sino que
debían robarla. Para ello les recomendé -con propio ejemplo- que se parasen en
medio de la sala y que, acompañándose de ademanes exagerados, virtualmente
gritaran al silabear la frase:
¡HOY-A-PREN-DÍ-LA-MA-GIA-QUE-ES-COND-DEN-LAS-MA-TE-MA-TI-CAS!
La palabra
matemáticas debía sí o sí ir acompañada de profusos ademanes y contorsiones del
cuerpo, a modo de énfasis desquiciado.
Los gurises se
desternillaron de risa –por usar un término que es caro a mis lecturas de
infancia- y no podían creer la propuesta, de modo que, para asegurarme que todo
tuviera éxito, les pedí que practicaran ahora mismo la maniobra. Pasó uno al
frente e hizo su pantomima, pero no gritó lo suficiente, de modo que lo animé a
que entregara más de sí, en la tarea heroica. Cumplió al cabo; se sentó y pasó
otro; así tuvimos cabal idea del modo y el resultado de la maniobra.
Tocó mi clase
y me fui aclamado.
Pasó una
semana y volví a ese cuarto.
Ya desde
afuera me hice una idea… los chicos hacían señas como el penado catorce, según
se dice.
Entré y aún la
docente de grado no había corrido a su hora libre, de modo que fue testigo de
las primeras confesiones: Todos habían montado la escena. Todos y todas habían gritado
su mensaje, su sorpresa, su alegría ante el truco de sumar los cardinales
oblicuos.
Y…? pregunté.
Y, dijeron casi a coro, se nos quedaron mirando con la boca abierta…
¿Y luego? dije.
Y luego nos preguntaron si estábamos locos y
locas, dijeron.
Esta es la
vida que estamos construyendo: un infierno de soledades, de gentes que solo
pican megusta y pasan a otra cosa, zombies
digitalizados que en cada reunión están solos, en realidad, chateando con otros
solos y solas frente a sus pantallas, cada vez más caras. Los niños reclaman
nuestra atención. Jamás entro con el celular a la clase; siempre les pregunto ¿cómo
te ha ido? ¿Qué has hecho este finde? Y saben qué, los chicos me cuentan, se
pasan minutos contando lo poco que han hecho, y noto a gritos su angustia, la
angustia de ser siempre algo accesorio, una imagen más, una selfie menor que
gatea fuera de la pantalla de atención de sus padres.
Fin.
*Su cardinal #, aunque la teoría
de conjuntos haya sido abandonada por nuestra escuela.
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